Señor de los Milagros de Buga
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Señor de los Milagros de Buga. Crucifijo con la imagen de Cristo, hallado por una india en un río, también conocido por El cristo de las aguas.
Historia
En 1580 Buga era un pequeño caserío, en el valle del Cauca, Colombia. El río de Buga corría en aquel entonces por el sitio donde ahora está el templo del Señor de los Milagros. Al lado izquierdo del río había un ranchito de paja donde vivía una india cuyo oficio era lavar ropa. Esta mujer era muy piadosa y estaba ahorrando y reuniendo dinero para comprarse un Santo Cristo y poder rezarle todos los días. Reunió 70 reales que era lo que necesitaba para comprarlo en Quito.
Escondidos en su regazo tenía los setenta reales que había recogido con ese trabajo humilde y con esos setenta reales compraría una imagen de Cristo crucificado. De su meditación la sacó el pisar fuerte de los guardias y el pisar angustiado del hombre que llevaban a la cárcel porque en su pobreza no había alcanzado a pagar los setenta reales que debía. El diálogo de la indígena con la autoridad fue corto porque la caridad no tiene distancias. Con los setenta reales hizo realidad su sueño: devolvió la libertad ese otro Cristo pobre y detenido. El hombre volvió a su choza y a su trabajo y la indiecita siguió hundiendo las manos en las aguas cristalinas del Guadalajara.
Unos días después, la anciana estaba lavando ropa en el río, cuando una ola colocó delante de ella un pequeño crucifijo de madera, que resultó para ella una joya más valiosa que todo el oro y la plata y las esmeraldas que le pudieran ofrecer. El crucifijo hallado de esta manera no podía haber pertenecido por allí cerca a ninguna otra persona, pues hacia arriba, a las orillas del río no vivía nadie. La feliz lavandera, llena de gozo y perfectamente tranquila en su conciencia, respecto a su posesión, se dirigió a su choza e improvisó allí un altarcito, sobre el cual colocó el santo Cristo que le había llegado de manera tan misteriosa, guardándolo cuidadosamente en una cajita de madera.
Una noche la anciana oyó golpecitos en el sitio donde guardaba la imagen y averiguando lo que pasaba se llevó una gran sorpresa al darse cuenta que el Santo Cristo y la cajita habían crecido notablemente, pero se imaginó que eso sería ilusión de sus ojos ya muy debilitados por la edad. Pero pocos días después advirtió que la imagen tenía ya ceca de un metro de estatura. Sorprendida por este milagro les avisó al Sr. Cura Párroco y a los señores más importantes del pueblo, los cuales visitaron enseguida la habitación de la anciana y comprobaron por sus propios ojos la verdad de lo que ella les había contado, y que esta pobre mujer poseía un crucifijo de un tamaño muy difícil de conseguir por aquellos alrededores, y que ella no tenía ni dinero ni amistades para conseguir semejante imagen, y que por lo tanto la existencia de aquel crucifijo allí no se podía explicar naturalmente y que tenía que ser un milagro.
La primera resurrección
La noticia se riega con la presteza de la primera resurrección… Los vecinos vienen y el Cristo de las Aguas, como comenzó a llamarse, hace el bien y el milagro. Se apodera de la casa de la indiecita y de la comarca y de todos los corazones, todos lo quieren y lo negrean con besos y con lágrimas y con la huellas de sus manos y con los relatos que le hacen de sus trabajos y dolores.
El sabio obispo de Popayán, que a distancia escuchó los relatos, se acerbó en su celo y por un sabio temor a los cuentos de brujas y de duendes mandó entonces que lo quemaran, que hicieran desaparecer esa imagen deteriorada. Lo que el sabio obispo no supo fue que el amor perdura siempre, que al amor no lo destruye nada. Y el fuego no tocó la imagen, la puso sí a sudar copiosamente como suda y sufre quien es testigo de injusticias. Y la gente recogió el sudor en copos de algodón y con eso sanaron sus males y con eso restañaron las heridas de su corazón.
Otros testimonios
Así lo atestiguó bajo fe de juramento ante otro visitador, en 1665, doña Luisa de la Espada, hija de uno de los patriarcas de Buga. Ella aseguró que la imagen, arrojada al fuego, no se quemó, antes bien sudaba y la gente empapaba algodones en el sudor. Este testimonio se conserva. En esa misma ocasión otros testigos, igualmente bajo gravedad de juramento, hicieron declaraciones sobre hechos sorprendentes, especialmente curaciones realizadas por la devoción al Santo Cristo.
En septiembre y octubre de 1757 el obispo de Popayán, Diego del Corro, de visita en Buga, como testigo de los sucesos extraordinarios, mandó recoger cuantos documentos pudieron hallarse. Era su intención llevarlos a Lima, para presentarlos al tribunal. Desgraciadamente se extraviaron cuando el prelado viajaba a tomar posesión del arzobispado limeño.
En 1783 el rector del seminario de Popayán y al mismo tiempo capellán el santuario de Buga, envió a Roma una relación aprobada por su obispo, en la que se relataban testimonios de numerosas curaciones. El Papa Pío VI respondió con 22 "breves perpetuos", en los que se concedían abundantes indulgencias a los devotos peregrinos. Se conserva la copia del documento pontificio.
Y el Cristo se quedó con el pueblo fiel primero en la casa de la humilde indiecita, después en la Ermita que con cariño le construyeron hasta que un terremoto la destruyó y luego en la otra Ermita cuya torre convocó por tiempos largos a la gente con el sonar de las campanas fundidas de armas de las guerras y que todavía hoy se levanta orgullosa al lado de la Basílica. Y desde 1907 el Cristo está en la hermosa Basílica que construyó un pueblo dirigido por Misioneros Redentoristas.